No quiero que me elijan. Quiero ser yo quien elija.

Soy María, tengo 25 años y soy experta en confundirme. Si digo esto en cualquier entrevista de trabajo es probable que me inviten amablemente a irme. Con razón, supongo, si lo que hacemos es un análisis simplista de esta frase. Lo que ocurre es que yo pretendo que la entendamos en profundidad. ¿Te animas?

En general, fui una niña obediente (aunque quejica, según dicen algunas fuentes fiables), acostumbrada a relacionarse con adultos, aplicada en los estudios y muy autónoma en sus quehaceres (mi madre siempre cuenta que empecé a hacer mi cama a los 4 años).

Recibía el reconocimiento de los adultos por mi buen comportamiento, por tener siempre mi cuarto ordenado y por mis buenas notas en el colegio. Yo veía que, sobre todo esto último, hacía felices a las personas de mi alrededor. Conseguía su atención. Y esto engancha. Mucho.

Las personas buscamos la atención de los demás, porque, en definitiva, somos seres sociales y necesitamos de los otros. Y cuando encontramos aquello que permite que los demás nos miren con orgullo, lo potenciamos. Algunos sabios consiguen hacerlo con medida, y otros, como la María del pasado, se pasan de frenada.

Con el paso de los años me volví cada vez más exigente conmigo misma. Utilizaba mis resultados académicos para encontrar mi lugar en la sociedad, y, lo que es todavía más triste, para otorgarme un valor como persona. Una nota por debajo del nueve me hacía sentir insuficiente e incapaz.

“No quiero que me elijan, quiero ser yo quien elija”. Recuerdo esta frase que tanto me creí durante aquellos dos años de Bachillerato y que tan confundida me tenía. Estaba convencida de que si sacaba una gran nota en Selectividad podría elegir mi futuro profesional. Pero como invertí tanto tiempo en conseguir un número en mi expediente, me olvidé de explorar. Me olvidé de analizar mis intereses y capacidades. Me olvidé de centrarme en descubrir lo que realmente me hacía vibrar. Y me convertí en una máquina. Eficaz hasta decir basta.

Logré la nota que creía que me haría sentir digna. Elegí una carrera: Relaciones Internacionales. Y si os digo la verdad, lo único que me interesaba era la palabra “relaciones” (unos años más tarde lo descubriría al empezar el máster).

Había conseguido tener el mejor expediente de mi clase, había conseguido elegir mi camino profesional y, sobre todo, había conseguido el reconocimiento de los demás que tanto ansiaba. “María será una gran diplomática”, eso decían. Y mi ego crecía, pero por dentro seguía sintiéndome insegura y vacía.

A los cuatro días de empezar la carrera decidí dejarla. Y ¡PAM! Llegó la primera decepción, o así es como yo lo percibí. Ya no iba a ser una famosa diplomática. En realidad, no valía tanto, no tenía tantas capacidades. De hecho, a pesar de todo el esfuerzo que había hecho para llegar hasta allí, me sentía inútil.

No quería perder un curso, así que logré una cita con el orientador de mi universidad, que me hizo un test de aptitudes. Relaciones Internacionales 25%, decía. En cambio, Psicología, Pedagogía, Magisterio, un 90%.

Me planteé la posibilidad de estudiar Psicología. El plan de estudios me gustaba, mi madre se dedicaba a ello y creía que podía tener aptitudes de psicóloga. Pero algo me hizo descartar esta opción: la estadística. Siempre me habían costado las matemáticas y mi madre me dijo que fue la asignatura que se le atascó en la carrera.

¿Qué ocurrió dentro de mi mente en aquel momento? Lee atentamente el resto de la historia si, como yo, tienes la necesidad de entenderlo.

La María de 18 años sentía que ya había fracasado lo suficiente dejando la carrera. Así que se dijo a sí misma que no podría tolerar ningún otro error. La estadística parecía complicada así que las posibilidades de fracaso eran altas.

Pero María no fue sincera consigo misma. Decidió mentirse, contarse y contar a los demás la historia de que en realidad a ella siempre le habían gustado los niños, y por eso tenía que estudiar Magisterio. ¿La verdad oculta? Le parecía que Magisterio sería más fácil y le permitiría no cometer más errores. Psicología, en cambio, abría la posibilidad de volver a confundirse ante los ojos de los demás, y eso sí que no podía volver a permitírselo.

Así que comenzó a estudiar Magisterio, pero no de cualquier forma. María, en realidad, consideraba que esa carrera era insuficiente, y que no lograría la admiración de su entorno. En cambio, si conseguía que su expediente fuera ejemplar, quizá recuperaría parte de ese reconocimiento.

En segundo, decidió que estudiar también Pedagogía la haría más interesante, y desde luego, sería un reto todavía mayor. Estudiar dos carreras y tener un expediente brillante le parecía una buena idea.

Veinticinco Matrículas de Honor en cinco años de carrera. Veinticinco subidas de ego. Más que Pablo Iglesias, esto siempre le encantó a la María del pasado.

¿Y qué ocurrió después? Que cuando terminó la carrera y ya no quedaba nada con lo que satisfacer a su entorno, se dio cuenta de que le había faltado satisfacer a la persona más importante. Ella misma.

Al enfrentarse al vacío del futuro no le quedó más remedio que tomar decisiones. Reunió fuerzas y logró ser todo lo valiente que no había sido hasta la fecha. Y, por fin, relativizó la importancia de la estadística. Y creyó un poquito en ella y en su capacidad para afrontar nuevos retos.

María decidió no dedicarse a nada de lo que había estudiado, con mucho miedo de lo que los demás pudieran pensar: “Tan buena estudiante, pero no sirve para trabajar”, “Es solo un ratón de biblioteca”, “Los que sacan dieces suelen ser los peores en el trabajo” y un largo etcétera de frases revoloteaban en su cabeza.

Y por primera vez silenció estos pensamientos, se distanció de la opinión externa, o de la idea que ella había creado en su cabeza sobre cómo sería la opinión de los demás. Y se atrevió. Cogió el timón y cambió el rumbo de las velas.

Con todos sus miedos se mudó a otra ciudad, empezó a estudiar Psicología a distancia y se zambulló en el universo de las relaciones con un máster en Terapia Familiar.

Seguramente pienses, como yo lo hice durante todos estos años, que cometí muchos errores: empezar Relaciones Internacionales, dejar la carrera, empezar Magisterio sin que fuese mi vocación, estudiar Pedagogía, acabar no dedicándome a nada relacionado con mis estudios…

Esta fue mi visión, no lo oculto. Y fue precisamente la que me llevó al inmovilismo, la que me llevó a sacar conclusiones apresuradas e inciertas. Esta lista de “fracasos” me hacía sentir tremendamente insegura, y cada vez necesitaba ser más brillante para tapar mi insatisfacción.

Lo que en el fondo toda esta historia ocultaba era una necesidad incesante de ser admirada provocada por un enorme sentimiento de inferioridad. La María del pasado alimentó su ego creyendo que alimentaba su verdadera esencia. Y cada vez se sintió más vacía y fracasada.

Se culpó mil veces por los errores que creía haber cometido sin reparar en el más importante de todos: centrar la mirada en la opinión del resto te hace olvidar tu propia opinión.

Y no quiero que pienses que la opinión del resto no es importante. Desde luego que lo es. Puede darte algunas pistas, pero nunca debería convertirse en tu brújula.

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